Nunca una epidemia o una pandemia ha afectado a más del 15% de la población, considerando la afección como el padecimiento de la enfermedad. La prevalencia depende de unos pocos factores relacionados, eso sí, confluyentes todos en la calidad del terreno de los individuos. El terreno es el conjunto de factores que mantienen el equilibrio que promueve un estado de salud favorable. También se puede entender como el nivel de equilibrio o vulnerabilidad que un individuo o colectivo puede disponer en esa constante exposición natural e inevitable a factores, la mayoría exógenos pero también endógenos, que ponen a prueba las competencias del sistema inmune. En definitiva, los mecanismos de la evolución de la especies y su adaptación.
Hace ya casi una década que la OMS (Organización Mundial de la Salud) previó que, en el año 2050, al menos la mitad de la población mundial desarrollaría enfermedades denominadas autoinmunes. Éstas aún consideradas de origen desconocido, y que yo matizaría como de origen desconocido “con exactitud”, por la gran variedad de procesos que desencadenan (artritis, lupus, esclerosis, dermatitis, cáncer, …), que son debidas sin duda a mecanismos conocidos de un sistema inmune desbordado en sus funciones, cada vez más sometido a una frenética sobreactividad por exceso de amenazas, en uno de sus cometidos, en este caso de protección del organismo.
¿Víctimas de un virus o de un estado de salud mediocre?
La cuestión es que los hábitos de la población son contrarios al mantenimiento de un terreno adecuado y van en contra de la vida. Más de 50.000 productos químicos incorporados habitualmente a la alimentación procesada, rica en azúcares refinados, aceites hidrogenados, carnes procesadas de baja calidad y grandes cantidades de almidones. Como consecuencia de estos hábitos alimenticios, más del 70% de la población de países desarrollados adquiere a lo largo de su vida, por deterioro de su metabolismo, el denominado síndrome metabólico (diabetes, colesterol e hipertensión) y altos niveles de toxemia por xenobióticos, dado los numerosos medicamentos que toma a diario acompañando como tratamiento a este síndrome.
También respira un aire de mediocre o mala calidad cargado de sustancias tóxicas, y está expuesto al incremento exponencial en los últimos años de una gran polución electromagnética en los espacios aéreos libres y también domésticos, por el “internet de las cosas” (wifi’s, bluetooth, etc…). El sedentarismo y el estrés causados por factores económicos y psicosociales (trabajo, familia, contexto social, etc…), también colaboran con la calidad del terreno. En definitiva, una población deteriorada al extremo, no más que el ecosistema en el que vive, la tierra.
Cada día, miles de bacterias, virus, parásitos, que habitan en el organismo, en otros de la misma especie, en animales que le acompañan o en la naturaleza, activan sus capacidades oportunistas para desarrollarse o entran en contacto, desencadenando procesos de defensa del sistema inmune, sin síntomas o con síntomas tan leves que no se relacionan, y en la mayoría de los casos sin consecuencias. Pero aumenta el número de ocasiones de exposición en una población con un terreno desequilibrado, agravado por la desnutrición; es tiempo de mucha comida y poca alimentación. Se desencadenan muchos procesos inflamatorios y un elevado número de reacciones histamínicas desproporcionadas (alergias, intolerancias, hipersensibilidades), que ponen en peligro la vida. Como está ocurriendo con el COVID-19, un virus muy contagioso, que ocasiona una respuesta del sistema inmune con un cuadro de inflamación pulmonar realmente crítico para la salud.
Algunos nutrientes esenciales
Un sistema inmune competente y modulado requiere especialmente de algunos nutrientes. Los arabinolactanos y los betaglucanos que se pueden encontrar en algas, hongos (reishi, shiitake, maitake), levaduras, cereales y algunas frutas o plantas (equinácea, astrágalo), fueron estudiados a partir de 1980 por el equipo del doctor Joyce CZop de Harvard, concluyendo su gran aportación, estimulando la creación de glóbulos blancos y mejorando sus competencias para fagocitar sustancias dañinas para el organismo.
Otros hongos (yamabusitake, cordyceps) o plantas (boswelia serrata) actúan como antiinflamatorios naturales y modulando la respuesta del sistema inmune para que sea más efectiva y menos peligrosa para el organismo. La carencia en zinc y de vitamina D es muy frecuente, afectando hasta un cuarto de la población de los países desarrollados. Se detecta esta carencia cada vez en una edad más temprana, pero resulta minorada hasta en un 50% de las personas mayores que viven en centros especializados de la tercera edad.
Como curiosidad, niveles bajos de zinc provocan disgeusia y ageusia, que es ausencia de la percepción del sabor, uno de los síntomas durante el padecimiento del COVID-19. Según las recopilaciones editadas estos días por el Comité Científico de Laboratorios Nutergia, “mientras que una carencia aguda en zinc produce una disminución de la inmunidad innata y adaptativa, una carencia crónica aumenta además la inflamación. En caso de carencia crónica, la producción de citokinas pro‐inflamatorias aumenta… Una carencia en zinc durante una infección por coronavirus podría explicar una carencia de las defensas inmunitarias, así como una inflamación excesiva”. Por su lado, la vitamina D, siempre ha estado relacionada con su contribución a la absorción intestinal del calcio y su transporte a los huesos, pero cada vez más estudios la vinculan a otros receptores, actuando casi como una hormona y participando en la defensa ante infecciones y vinculada a células del sistema inmunológico.
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